Tanta Pampa en cinco letras (o cómo es la Pampa argentina)

Tardé años en entender que el llano tupido de pastizales, interrumpido alguna que otra vez con montes, arroyos y ríos parsimoniosos había sido un paraíso minimalista. Yo crecí en el llano. Por eso, pocos de tantos que viven entre montañas, valles y quebradas entenderían que en mi infancia ver un desnivel en el terreno era algo extravagante. 

cómo es la Pampa argentina

La Pampa es el nombre con que se conoce una extensa región de llanura en la Argentina, tal vez la llanura más fértil, extensa y productiva del mundo en términos agrícolas. Alguna vez fue el lugar más codiciado de la tierra para tener una buena cantidad de hectáreas. Esa extensa pampa fértil pudo atraer y sacar muchas cosas de la galera. A saber de lo atractivo, el Imperio Británico se aventuraba a comienzos del siglo XIX en un par de invasiones con resultados fallidos. Casi un siglo después una República Argentina prometedora pudo parir de las entrañas de la pampa una Belle Epoque capaz de sembrar de palacios las partes acomodadas de Buenos Aires, hasta rivalizar con la alta sociedad europea de entonces. Por entonces la capital argentina era una de las ciudades más prósperas y prometedoras  del mundo. Claro que toda prosperidad también tiene sus miserias debajo de la alfombra. 

Fue esa prosperidad extraída de la tierra la que atrajo corrientes de inmigrantes desde Europa a “hacer la América”. La mística del granero del mundo era suficiente para esparcir en el Viejo Mundo absurdas leyendas sobre ciudades argentinas tan ricas en las que los empedrados de la calle se hacían en oro. 

Entre esos inmigrantes llegaron mis antepasados. Hasta cuatro generaciones hacia atrás, varios de los integrantes de mi familia se asentaron en el norte de la provincia de Buenos Aires, en pueblos que entonces eran de calles polvorientas, apenas pequeñas ciudades fundadas con sus tramas en damero como clonadas. 

En la Pampa la monotonía infinita solo se transforma sutilmente por las estaciones. La primavera en la que renace el verde y se agita el ecosistema; el verano con días tórridos, tormentas breves e intensas y noches de luciérnagas; el otoño con colores que destiñen en los pastizales; el invierno que escarcha la calma. Casi todo el año cielos diáfanos y atardeceres panorámicos. 

Ya fuera cien años atrás o en el siglo XXI, un viaje por esta tierra llana supone una sucesión de millones de vacas esparcidas entre alambrados, silos de granos esporádicos, montes espaciados de eucaliptus (implantados de Australia). Y cada tanto pueblos muy pequeños que ahora quedan vacíos, ciudades pequeñas, y demasiado espaciadas. Y cada tanto más, otras ciudades con más ganas de crecer. 

La Pampa fue mi territorio en mis primeros años. Y fue ese llano el alimento de un ansioso anhelo de montañas entre nubes, de picos nevados, la pulsión por bosques, la afición por dibujar dunas naranjas en una hoja con renglones. Hasta el mar se hacía esquivo: recuerdo mis encuentros espaciados con esa inmensidad, lo atronador de las olas, mi respeto a ese límite en forma de arena y espuma. 

En ese minimalismo geográfico fui feliz sin más: condenado a amar el olor a lluvia sobre caminos polvorientos, el verde infinito, los ríos color terracota, atrapado por el encanto de las noches de verano entre relámpagos distantes. En la Pampa el techo nocturno es la vía láctea obscena parpadeando al sonido de grillos. No evitaré amar ese mundo minimalista y sutilmente exuberante. Pero intuía que después del llano me esperaban todas las variantes barrocas de la naturaleza. Difícilmente iba a resistirlo. 

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