La estación de tren

Cada tanto tiempo mi abuela (E) viajaba a Buenos Aires. Con toda mi familia (más cercana) vivíamos en Chacabuco a tres horas (y tanto) en tren. Con mis pocos años de infancia Buenos Aires era un todo lejano y desconocido en donde según decían vivía Dios (en un país donde hasta los girasoles del campo parecen mirar a Buenos Aires).

A Buenos Aires apuntaban también las antenas de televisión de cada casa, o las supuestas promesas de un futuro mejor. Desde allí llegaban las noticias, los rollos de fotos que se enviaban a revelar, los productos importados, las tendencias. Por alguna razón geográfica la capital tenía un rol protagónico y absorvente. O por ilustrarlo de algún modo, allí se imprimían desde los diarios hasta el papel higiénico con estampados. Si el país era un pulpo Buenos Aires era el cerebro.

Mi abuela (E) viajaba a visitar a su hijo y nietos (y otras razones de peso) que entonces me eran ajenas. Para nosotros su ausencia implicaba un incipiente retorno, y que pronto la iríamos a esperar a la estación de tren. Me avergüenzo en recordar con énfasis entre mi archivo mental que siempre nos traía enormes barras de chocolate, o nos compraba ropa con su estrujado presupuesto de jubilación mínima. Pero lo que más añoro de esos retornos es esa sensación de cuando íbamos a esperarla a la estación de tren ya entrada la noche. Era un momento de felicidad plena, de esos que con suerte te tocan en la infancia.

Unos minutos antes de que llegara cruzábamos la ciudad en una coupé dodge (tamaño de lancha para familia de seis). Tampoco es que fuera una ciudad tan grande precisamente (la cruzábamos en unos pocos minutos). Una vez mi padre estacionaba la coupé junto a la estación salíamos corriendo hacia el andén. Saltábamos y caminábamos unas vallas curvas como haciendo equilibrio, o si llegábamos muy temprano jugábamos en una locomotora de vapor instalada a modo de recuerdo de los tiempos dorados del ferrocarril en la entrada de la estación. En algún momento en la oscuridad, mientras mis padres esperaban en el andén y nosotros correteábamos, mirábamos hacia uno de los lados de las vías para ver si asomaba la luz de la locomotora. A veces demoraba más de la cuenta. Pero cuando aparecía a lo lejos ese destello (y se escuchaba la bocina del tren) todos nuestros juegos se interrumpían y nos juntábamos en el andén.

En esa espera, entre los minutos en que reconocíamos la luz lejana de la locomotora hasta que llegaba el tren había algo sobrenatural: una ecuación espacio temporal desdibujada que desafiaba nuestra lógica. La luz parecía estar cerca, pero demoraba de un modo excesivo para nuestros cálculos mientras iluminaba mi retina. La ansiedad conocía la eternidad a medida que el tren desaceleraba. Y cuando ya se hacía demasiado inverosímil la espera, el traqueteo del tren irrumpía más cerca. Entonces mis padres nos retiraban a mis hermanos y a mí prudentemente hacia atrás. Una vez el tren se detenía corríamos libres buscando entre tantos vagones cual era el que bajaba mi abuela. La encontrábamos entre el gentío, corríamos y la abrazábamos.

Recuerdo esperas y momentos así en invierno o en verano cuando las luces de cientos de luciérnagas, los grillos y el calor hilvanaban la magia de la noche. Así es la infancia, todo puede ser tan simple y perfecto sin contradicciones: la noche, esa luz del tren, el abrazo con mi abuela, las barras de chocolate.

Yo imagino que fue en esos momentos mirando hacia el horizonte en la oscuridad, tal vez sucedió inmerso en la ansiedad que generaba esa luz distante. Empezaba a amar la idea de lo inalcanzable como un objetivo. Aunque la curiosidad fuera más que el miedo, tardaría años en dar el primer paso.

Fue en ese andén cuando pude presentirlo: me carcomía la idea de un viaje y ese llamado crecería. Con el tiempo, me entregaría a las ganas de remar en la tinta con la que se escribe la historia, revolver el fondo aunque aflore lo turbio. Sentía que algún día iba a volar y aterrizar donde decían que habita dios para descreerlo, o seguir alejándome para peregrinar dioses paganos. Tenía que destruir todas mis certezas, fantasear con migrar con el agua al cuello como un ñus en el Serengeti. No habría víctimas al cazar atardeceres, ni consecuencias al coleccionar historias que nos cuentan imposibles. Quería subirme a esos rieles y andarlos.

También imaginaba que tiempo después, una vez exhausto, maravillado y horrorizado por el mundo, regresaría a casa procurando no dejar de ser un niño por dentro. Volver y sonreír. Hacerlo tal como recuerdo sonreía mi abuela después de atravesar la noche pampeana en ese verano de luciérnagas. Sería mi mejor versión: reinventado, insolado, orgullosamente modelado por el viento, la lluvia y la distancia.

Fue en esa estación mientras miraba la luz del tren acercarse cuando me pude ver retornando después de darle mil vueltas al mundo. El tren se detendría lentamente. Y yo tan silencioso, ejecutaría mis últimos pasos para descender con una pequeña maleta llena de chocolate.

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