Había una vez un país remoto, inmenso y despoblado, con caminos que apenas saben de pueblos y ciudades, sobre todo cuando pones rumbo hacia el norte. En cambio, cada kilómetro sabe de bosques (un tapiz verde interminable, de coníferas compitiendo por la luz escasa.) y lagos por miles, cientos de miles. Una tierra apisonada por miles de años por glaciares que se retiraron, dejando espasmos de inviernos blancos e intensos. Un paisaje ondulado y sin altura (o casi).
Desde el aire, tan sólo al aterrizar en la ciudad más grande, ya llega a verse, que el cemento urbano es tímido, se insinúa entre bosque, islas, lagos, hasta el infinito. Una ciudad entre bosques, una puerta al bosque, Helsinki. Mis días en Finlandia no saben de otra cosa que bosques y más bosques. En forma de archipiélago hacia el Báltico, pero también hacia el norte, en Laponia, y más allá. Un bosque inmenso, interminable, que en verano explota de verde, de cielos diáfanos, de noches inconclusas y atardeceres eternos. Un verano que se celebra, un clima agradable que unos meses atrás, se pensaría un milagro.
En mi estadía en el archipiélago, en una cabaña, supe de atardeceres inolvidables, pero sobre todo de caminos que se atreven a inmiscuirse en la densidad del bosque. Caminos para perderse, caminos donde precisamente, me he perdido (brevemente). Desorientado das cuenta, entre otras cosas que la banda sonora de Finlandia es el silencio. El bosque es la nada. Y ese bosque es precisamente Finlandia. Un paisaje para enmarcar desde una ventana, contemplarlo en mil rincones diferentes. Y fotografiarlo, para después creer que ese país en un paisaje de cuentos existe en una colección de imágenes:
*Las fotos fueron tomadas en distintos puntos de Finlandia como parte de una invitación de VisitFinland al blog 101lugares para participar de un blogtrip.