Pequeño homenaje al amigo «cuatro patas» del camino

Viajar demasiado seguido o un largo tiempo tiene claramente una enorme desventaja (entre otras, claro): es muy difícil tener una mascota en casa o viajar con ella, me refiero en particular a esos amigos de cuatro patas tan incondicionales en nuestra vida sedentaria (los que tengan seguro saben a que me refiero). Si los dejamos en casa se echan de menos. Y claro, puede que llevarlos sea un obstáculo demasiado infranqueable.  Me refiero a un «viaje largo». Cuando se viaja así, es casi imposible tener o llevar una mascota. Pero hay un gran premio consuelo: los amigos cuatro patas del camino…cómo éste:

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Los amigos cuatro patas aparecen siempre en algún momento de un viaje. Y se identifican fácil. Suelen presentarse moviendo la cola como diciendo «podemos ser amigos por un rato». El 99 por ciento de ellos utilizan esa estrategia diplomática de acercamiento (parece tan fácil y a nosotros los humanos a veces nos cuestan tanto esas formas).

El amigo de la foto es un ejemplo de ello. Lo conocí unas horas en una playa desolada en el lago Nahuel Huapi, cerca de Villa la Angostura. Había llegado en bicicleta, la dejé junto a una roca para hacer un descanso y un rápido almuerzo, y ahí apareció él entre unos árboles. Confieso que los perros me pueden, así que no tardamos en hacer buenas migas, y hasta compartir más que las migas de la comida.

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Los perros del camino, que muchas veces son de todos y de nadie, parece que van acostumbrados a la idea de tener dueños intermitentes, pero en un momento, das cuenta que seguramente prefieran otra cosa: cuando llega la hora de despedirse de ellos. En mi caso, después de «hablar» con él, decidí seguir camino, y dejarle los últimos restos de comida para que se distraiga, mientras me escapaba pedaleando rápidamente.

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El problema es que el plan salió tremendamente mal, porque olfateó un poco la comida, y me miró, para empezar a correr y seguirme. Así llegamos a una despedida abrupta y acelerada (si en ese momento alguien vio a un viajero en bicicleta a una velocidad ridículamente alta, éste post es la explicación), uno de los momentos algo dramáticos de un día dentro del viaje.

Ellos siempre están ahí, en una montaña desolada cerca de algún pueblo, en un pueblo desolado en medio de montañas, en un camino que lleva de un lugar desolado a otro desolado; en cambio en las ciudades, ya es diferente.

Cuando encontramos a un amigo perruno en el camino, casi siempre son buenos anfitriones, hacen que te sientas bienvenido a su rincón del mundo. Todos ellos, a lo largo de un viaje, también cuentan algo del lugar. En Purmamarca (norte argentino), los perros van polvorientos como las calles. En la Patagonia, los pocos, van relajados como el paisaje, en las grandes ciudades en cambio pareciera que la inocencia a veces queda a un lado, porque literalmente, tienen calle. Pero en cada lugar, cada uno, los de la calle o los del camino, son buenos anfitriones, bondadosos con el desconocido.

Siempre te presumen de fiar, te «entregan» su lugar y lo comparten, y hasta a veces, sin quererlo te enseñan algo que tan rápido se olvida, algo que tantas veces se deja de lado en las complejas interacciones y relaciones humanas: compartir un buen momento es demasiado simple. Tal vez todavía, el amigo de cuatro patas deambula solitario en el paraíso sureño. O tal vez, alguien tuvo suerte, y ahora lo tiene de amigo.

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