Epifanía nocturna (pensando viajes)

Yo creo que a todos nos sucede en algún momento. Ni recordamos el momento exacto. Nos trajeron a este baile sin preguntarnos. Un día del que seguramente luego no recuerdes la fecha, quizás la hora, difícilmente el día te cae una ficha: de repente notas que ese tiempo que parecía infinito por delante, no solo que es finito, sino que además pasa demasiado rápido. 

Hay algún momento post adolescencia, algún clic en que notamos que la percepción temporal empieza a preocuparnos. Al menos a mí me pasó en uno de mis cumpleaños: no alcanzaba el tiempo para encender todas las velas del pastel antes de que otras se apagaran (sin dar tiempo a soplar). Fue dramático.

Esa misma noche desperté de madrugada con una especie de ataque de pánico y me puse a hacer cuentas: tengo un tiempo importante vivido a mis espaldas. Ese tiempo ha pasado demasiado pronto. Di un salto en la cama: ¡sí, voy a morir!, y eso está más cerca de lo que parece. Conclusión uno, tengo una alta capacidad de dramatizar ridículamente a las cuatro de la mañana sin transición entre el estado de inconsciencia y el estado de vigilia. Conclusión dos: la vida es un respiro y no está para pasarla sin más. Yo llamaría a esa inoportuna epifanía “conciencia de finitud de una mente perversa” (perversa por lo de salir con ese razonamiento a las cuatro de la mañana). 

A esas horas inoportunas empezaba a hacer razonamientos no recomendados para recuperar el sueño: si tengo 20 y tantos, no puedo creer que tengo 20 y tantos. Mis 20 y tantos pasaron rápido. Si mis próximos 20 y tantos pasan igual de rápido que mis primeros 20 y tantos no estaré tan lejos del medio siglo. Y cuando los tenga habrá sido pronto. Y cuando con suerte tenga 50, estaré más cerca de la muerte que de mi infancia. A ver quien me gana en drama. 

Fue hora de poner orden a mi lista de pendientes (que fueron los míos, y no serán los de otros): “No me interesa subir la Torre Eiffel ni fotografiar el Big Beng. No quiero París, quiero sus cafés. No quiero el Big Beng, quiero la campiña inglesa. De Nueva Orleans tal vez el jazz, de Buenos Aires el tango. No quiero el mar, quiero nadar en él. No quiero la nieve, quiero un paisaje blanco. No quiero el desierto, quiero la calma. Quiero la altura de Bolivia y de todo el altiplano, el corazón latiendo al ritmo del carnaval en Brasil. No quiero safaris, quiero sentir el olor de la sabana africana.

Quiero tanto y desespera que el tiempo ya pasa mientras pienso lo que quiero. Quiero navegar un rato, y una vez lo sienta (suficiente), será tiempo de hacer amarras. Sí pretendo, que en el mientras tanto, la felicidad de entregarme a lo que tanto me llama, me invada en algunos ratos.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *