Un puerto en tierra (Valparaíso, Chile)

(estación anterior, Santiago de Chile)

Imaginen la ola de un tsunami gigante (no como las de la realidad, que son destructivas pero no alcanzan decenas de metros de altura como las de las películas catástrofe). Mejor esas, imaginemos una ola gigante de película catástrofe hollywoodense, y a esa ola gigante la “congelamos” eternamente, le adosamos calles, casas coloridas. Así es Valparaíso, como una ciudad emplazada sobre una ola eternamente petrificada. Incluso, algunas casas, parecen estar colgadas, o mejor, parecen barcos amarrados en la cresta, con su proa apuntando a la bahía, flotando como en un puerto en tierra.

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Bienvenido a Valparaíso, leo en un cartel en la terminal de autobús. Pocos saben explicarme donde podrían brindarme la información para llegar a la dirección indicada en un papel en mi bolsillo. Es tiempo de “navegar” la ciudad, más bien, como un náufrago desorientado. Me creo que estoy orientado, y pongo rumbo a un lugar que no era el que me esperaba. Si el entorno de las zonas de terminales de transporte latinoamericanas suelen ser un tanto caóticas, Valparaíso no era la excepción. En Valparaíso el caos huele a pescado a la venta en puestos con sombrilla, el suelo por momentos era una pasta de escamas, el ambiente de bullicio y el espacio para caminar por esa calle, aún más estrecho. Fue un momento de esos que uno se pregunta “que hago acá perdido”. Pero fue breve, y termina siendo uno más de esos momentos que uno olvida pronto de los viajes. En poco tiempo estaba instalado en el hostel, y con tiempo suficiente para un primer encuentro con la ciudad.

Me permito hacer un salto temporal para introducir a la ciudad. Después de dos días, un huésped del hostel no da señales, y cuando en un hostel con varios años en su haber desaparece uno de sus huéspedes por un par de noches seguidas, sus dueños empiezan a maquinar teorías: desde la clásica (noche de juerga que se extiende al día) a las más oscuras, esas historias que salen en la sección de policiales. “No es una ciudad en donde pasen cosas raras”, comento. A lo que me responden “si que es una ciudad rara”. Y entonces, me quedo pensando y asiento. Valparaíso tal vez es una ciudad rara.

Su zona baja, y llana junto al mar, quedó pequeña bien temprano. Y la ciudad que creció acelerada, debió trepar por los cerros amarrando casas de colores, debió saldar el desnivel con ascensores en vez de calles, o con escaleras estrechas y empinadas. En Valparaíso, la vida sucede en los cerros, y el bajo es un sitio de paso, para hacer compras, para trabajar, para pasear. Incluso, el mar se ve desde los cerros, porque la costa está completamente ocupada por un puerto al que casi no se puede acceder.

En Valparaíso hay que estar preparado para caminar, subir cerros, serpentear calles, y detenerse a cada rato a mirar hacia la bahía y el puerto. En total son 42 cerros urbanizados, de los cuales, los más cercanos al puerto y la zona vieja, son los más atractivos e imperdibles. Valparaíso se hizo grande ya a fines del siglo XIX, y entonces, cada cerro era una pequeña comunidad dentro de otra. Increíblemente, mucho del aspecto de antaño está muy bien conservado. Los más fotogénicos son el Cerro Alegre y Concepción, con sus paseos aterrazados, miradores, y su inocultable influencia europea (el estilo inglés de muchas de sus casas, o la influencia alemana, son notables). Pero también destacan el cerro Artillería (por sus vistas) o el Panteón (por sus cementerios, que será tema de otro post). Cada cerro es un micromundo urbano con sorpresas por recorrer.

Pero Valparaíso no es rara sólo por su forma de trepar los cerros con casas coloridas. También lo es por su hechizo, donde por momentos, hace dudar si despertamos en un tiempo pasado, o incluso, si somos parte de un cuadro. Lo del viaje en el tiempo, sucede especialmente en la zona baja en torno al puerto. La zona “quedada”, en donde los locales recomiendan pasear tranquilo y cuidar las pertenencias (un clásico sudamericano a ésta altura).

Caminando por uno de los cerros, caigo en una calle que aparenta haber quedado abandonada un siglo atrás, echada a la buena suerte que resultó mala. Una casa de madera incendiada y abandonada, otras casas en madera venidas a menos, una calle que deriva en una escalinata de madera muy deteriorada. Me acerco tomando fotos y una mujer con una niña pequeña en brazos se me acerca a curiosear. Me habla en spanglish y me cuenta que terminan de comprar una casa para arreglar en esa zona mitad en “ruinas” mitad milagrosamente en pie. Me dice “Valaparaíso es una ciudad maravillosa, nos venimos a vivir desde Estados Unidos”. Se ve el mar y la bahía y se escucha sonido de tambores y batucada. Conversa un rato, y se muestra entusiasmada con su nueva vida. Valparaíso sigue siendo un puerto a donde llegar, me explico a mi mismo un poco incrédulo.

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Cuando viajo en ciertas ciudades, voy muy “gringo”. Digo, con el traje de turista encima, la cámara de fotos al hombro, nada que se parezca a un trabajador portuario, o a un borracho tambaleante que camina por la vereda de Valpo, abrumado por el sol del mediodía después de una noche que tal vez creyó que sería más larga (o más corta). Cuando pregunto como llegar a un sitio, en español (argentino), varias veces me responden en inglés forzado. Les digo que no, que hablo español, y continúan con su inglés tosco pero bienintencionado, tal vez pensando que me esfuerzo al hablar en español pero no lo entiendo. Un choque de estereotipos (el turista que viene de afuera parece que por defecto lo creen gringo, y el local que quiere ayudarme y la complica más). Nos ponemos de acuerdo en algo, y sigo camino, subiendo el cerro. En cada calle, las vistas mejoran.

Me entero que el gran apogeo de Valparaíso como puerto tuvo su final con la apertura del Canal de Panamá, en las primeras décadas del siglo XX. Los comerciantes portuarios son quienes deberían odiar el canal, los turistas no. Como cada ciudad que interrumpe abruptamente su esplendor, Valparaíso conserva ese extraño aspecto de ciudad próspera con “crecimiento interruptus”, queda hechizada, con toda la belleza de una sirena, pero congelada en un témpano. Aunque decir que Valparaíso es una ciudad que se quedó adormilada en el pasado, sería hasta fastidioso. Fue y es el principal puerto de Chile, uno de los más importantes del Pacífico, y a los ojos del visitante, una de las grandes joyas que guarda Sudamérica en esa caja donde cada orgullo aprende a convivir con las decepciones y la esperanza. Valparaíso se muestra orgullosa, una ciudad que encanta desde sus murales, su arquitectura, su colorido, su infinidad de ángulos fotogénicos. Valparaíso enamoró a Pablo Neruda, que construyó una de sus casas con forma de barco en lo alto, mirando a la bahía, navegando su viaje de marinero en tierra.

La ciudad también se renueva con un imponente Centro Cultural que desafía el silencio de un cerro cercano donde reposa el cementerio más viejo de la ciudad, (en el corazón geográfico de la ciudad). Lo bello lo cuentan las fotos, que en ésta ciudad suelen salir bien por mérito ajeno. El colorido es un derroche, pero bellísimo. El puerto, con sus gaviotas, sus pitadas (no se como llamar a las “bocinas” de los barcos que estremecen el aire tranquilo a cualquier hora), el sonido de las grúas, es la banda sonora de un cuadro vivo. Algunos de los paseos más pintorescos de la ciudad, llevan nombres que desnudan el crisol de la ciudad: Paseo Yugoslavo, Paseo Gervasoni, Atkinson, Dimalow. Las huellas de distintas regiones del mundo están por toda la ciudad, en forma de nombres que remiten a zonas lejanas, en la arquitectura ecléctica, en las iglesias. Valparaíso está salpicado de iglesias de distintas religiones y creencias, las pistas de una ciudad abierta al mundo, tal vez una de las puertas de entrada al subcontinente más romántica, mucho más que entrar por cualquier aeropuerto.

El puerto del Pacífico, Valparaíso, me atrapó unos días, tal como como atrapó la noche a aquel húesped que se esfumó hasta poner a todo el hostel en vilo (por dos días). Dos noches después, al regresar, tomó sus cosas y siguió camino.

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Hay ciudades que pasan en el camino como esas estaciones que miramos desde un tren en movimiento. Y hay otras en las que el tren se detiene con razón, que invita a bajarse, y que una vez que hay que partir, uno piensa si está haciendo lo correcto. Valparaíso es una gran estación, para muchos una en donde quedarse, un sitio donde llegar y terminar un viaje.

Para otros, como Neruda, fue un lugar donde navegar en tierra. Mi barco en cambio, no sabría de amarres. Mi próximo puerto sería un sitio no apto para marineros de alma, un paraíso árido alguna vez perdido entre pueblos fantasmas, en medio del desierto. Dejar Valparaíso fue más fácil y agradable que llegar a San Pedro de Atacama, una larga pausa después de dormitar la ruta y atravesar largas horas por paisajes marcianos.

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